La luz suave del atardecer
le acariciaba su mejilla rasgada. Desde la ventana, acomodado en su fiel
butaca, podía ver las calles desangeladas de su muy querida ciudad. Nada
sucedía allá fuera, apenas alguna paloma se dejaba caer por su calle de tarde
en tarde. Ausencia, eso era lo único que podía percibir. Ausencia de vida, de
ruido y de alegría. Ausencia de todo, que lo ocupaba ahora la nada.
El bar de Manolo, donde
llegó a pasar tardes felices jugando a las cartas con su cuadrilla, en <<
la partida>> como solía decir cuando salía de casa por las tardes, se sentía muerto y abandonado, como si el local también fuera víctima de una
enfermedad. Así se veía él dentro de poco, cerrado, acaso también con una
persiana metálica, quién sabía hoy en día, y conformando otra ausencia más,
otro hueco en el viejo edificio, uno más. Juan Carlos, su vecino del 3ºA, era el último que se había marchado. Ni siquiera alcanzó el hospital. Del edificio le
pudieron ver salir, encerrado en una bolsa de plástico, bajado poco a poco por
la estrecha escalera, con cuidado de no rozar las paredes. Antes que él fue
Agustina, en el bajo A; ah y también Antonio, su vecino de enfrente. Poco
tardaría en tocarle también. Algo en su interior se lo decía. Pero no sentía nada
especial. Se encontraba tranquilo, esperando paciente, como hacía en la cola
del mercado, a que su número se iluminase en la pantalla y llegara su momento
de ser atendido. En vez de Juanma, el frutero, o de Lola, la panadera, la
imagen de la muerte, con su guadaña y todo, le esperaba para ser atendido... Se
rio de sí mismo y de sus ocurrencias. Llevaba demasiado encerrado, necesitaba
distracción.
En la estantería, encima de
la televisión que ya apenas encendía, detrás de su foto de bodas, se
encontraban los álbumes familiares, y qué mejor que recordar tiempos pasados
para apurar su melancolía. Se aposentó de nuevo con el álbum entre las manos, y
poco a poco, página a página, fue recordando que alguna vez fue feliz; que de
pequeño compartía con sus padres y hermanos una olla, y que cuchara en mano se
quemaba por no quedarse sin comer; que allá en el Sáhara, cuando la mili, vivió
aventuras y contempló paisajes que ya nunca pudo perder; y que se casó y que
era preciosa su mujer y nunca supo cómo consiguió que se enamorara de él, que
era todo timidez; y bebió y bailó y tuvo hijos a los que dar de comer y para
eso trabajó y trabajó... Pero todo ya se acabó.
Soñando despierto acabó
dormido. Cuando de nuevo prendieron sus envidiados ojos azules, un rayo de luna
iluminaba su salón. Sobrecogido se levantó para reponer el álbum en su hueco y
de repente le vino una inspiración: sembró de ilusiones todo una vida y un
rayo de luna con él se marchó.
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