domingo, 25 de julio de 2021

La barraca

No se puede decir que fuera el mejor verano de su vida pero sí estaba convencido que nunca lo olvidaría. Tuvo cosas buenas y también malas, de hecho las malas las superaban en número, pero así era la vida…

El verano empezó, por decirlo de alguna manera, regular. Con sus doce años bien cumplidos, y habiendo aprendido ya sus primeras letras y las cuatro reglas de cálculo, su padre dio por finalizada su formación académica y le buscó su primer trabajo. Seis bocas a alimentar eran muchas y todos tenían que arrimar el hombro en casa.

Del madrugón del primer día no pudo recuperarse hasta bien entrada la mañana. El único trabajo disponible, para un mocete como él, consistía en ayudar en la recogida de la corteza del alcornoque en las dehesas de los alrededores del pueblo. El de corchero era un trabajo duro y mal pagado, pero muchos jóvenes del pueblo acababan pasando por él; y esto les  permitiría, con el transcurrir de los años, acceder a un puesto en la fábrica de corcho. 

Las pocas monedas que recibía por su trabajo las intercambiaba, camino de su casa, por el pan del día. Su familia vivía a las afueras del pueblo, próxima a la estación de ferrocarril donde su padre se ganaba el sustento. El camino era largo y tenía mucho tiempo para pensar, pero abstraído como era, entre pensada y pensada, fue pellizcando con disimulo el pan aún reciente que llevaba en sus manos. Y como era de esperar, el final del camino coincidió con el final del pan.

Los golpes de su padre le dolieron casi tanto como el madrugón. Su primer día fue, de veras, para olvidar.

Poco a poco fue endureciéndose con el trabajo y logró retener su estómago de camino a casa. El contacto con otros jóvenes, de más edad que él, le permitió asomarse al mundo de los adultos, hasta ahora un territorio por descubrir. Su día a día se colmó de primera veces: inhaló con desagrado bocanadas de humo compartido; bebió un mejunje casero que le abrasó la garganta y le elevó el ánimo; escuchó y repitió  impertinencias y blasfemias que harían santiguarse una y mil veces al padre Abelardo, párroco del pueblo; una foto desgastada iluminó la oscuridad de su inocencia…

Los domingos paseaba sus nuevas hechuras con el orgullo del que se sabe cambiado y desea hacerlo notar. Sobre todo ante las miradas de un redescubierto género femenino. Perseguir a las chicas del pueblo se convirtió en un pasatiempo tan fascinante como lo fuera el fútbol. Dos pasiones entretejidas en sus quehaceres diarios y que, por otra parte, le seguirían acompañando en el discurrir de su vida.

Y si aquel verano empezó regular, su final fue cuanto menos inesperado. Sucedió que una compañía ambulante llegó a su pueblo, dispuesta a representar entre sus sorprendidos habitantes obras ilustres del teatro español. 

La primera representación fue la más concurrida, fruto de la novedad y de la expectación despertada. Acudió a la cita, un tanto a regañadientes, pero pronto quedó pasmado ante los versos potentes que conquistaban sin piedad la atmósfera del pueblo. Los trajes improvisados, algo ridículos, se decía, los gestos y muecas, las risas que provocaban entre los espectadores, incluso los silencios incómodos y los lloros amargos, todo ello, junto y mil veces entremezclado, hizo disparar una sensación nueva que le embriagó más que los licores caseros que  probaba a escondidas.

No hubo función a la que no asistiera, pasmado como un niño (ese niño que ya no quería ser). Una tímida amistad prendió en sus breves charlas con ellos tras las representaciones. Escuchó ensimismado sus historias vitales, reconociéndose en todas, y queriendo, cada vez más, ser como ellos. En la última obra, la de despedida, incluso le permitieron recitar algunos versos de un personaje menor. Con un hilo de voz y ríos de sudor inundando sus mejillas salió a escena; recitados sus versos, una sonrisa de gigante le invadió el rostro, breve en sus labios y eterna en su mirada.

Esa sonrisa resucitaba cada vez que recordaba su pequeño momento de gloria, en aquel lejano verano. Ni siquiera la segunda tunda, con la que su padre dio por finalizado el verano, esta vez por querer marcharse con los comediantes, consiguió que lo olvidase.

Aquel verano…con sus cosas buenas y sus cosas malas.


miércoles, 21 de julio de 2021

Volver a la superficie

 Apenas un hilo de plata quedaba de la luna en el firmamento. Se había consumido, noche a noche, contemplando desde el cielo los quehaceres estivales. Junto a ese lento parpadeo se desvaneció el verano. 

Mucho más abajo, una nube de burbujas ascendía hasta la superficie del mar. Salían regularmente de su boca mientras recorría, alumbrándolo con una luz artificial, el lecho marino. Era la última inmersión antes de tener que volver, lo que le exhortaba a mantener intactas, en la memoria, esas sensaciones tan agradables recién descubiertas. Absorto, en su ingravidez marina, pequeños destellos acudían a su memoria, esbozando a grandes trazos sus últimos días. 

Llegó al inicio del verano. Era su primer paso por la isla aunque su razón principal era descubrir lo que su mar ocultaba. Entre inmersión e inmersión fue amoldando su espíritu a la belleza insular, dejándose penetrar por la extravagancia de los paisajes lunares que conformaban su geografía. Se fue dejando mecer por el ritmo pausado que exhalaba la vida y, poco a poco, el palpitar ajetreado de la ciudad desapareció arrastrado por una brisa nacida en la mar.

Tras la primera semana, en la piel suave y color recio, se posaron unas manos desconocidas que le hicieron soñar. Le arrancaron pétalo a pétalo las dudas y dolencias de su corazón, ensanchando sus abrazos y su hambre de vivir.

Dejó en el paladar sabores desconocidos, de sal y arena, de fuego y alcohol, ¡de una inaudita sensualidad! Entre plato y plato, un sorbo de vino de sus labios de sol y una dulce despedida que anticipaba un reencuentro suplicado sin voz. 

En los pies el polvo de un camino abierto hasta el horizonte, infinito y eterno. Se acumulaban los paseos al atardecer donde refrescaba sus pulmones con la brisa vespertina y relejaba su mirada en la naturaleza tranquila que le rodeaba. Observaba, como si fuese lo más extraordinario del mundo, el baile acompasado de los pequeños animales que se arrastraban ante él: pájaros, lagartos, insectos de todo tipo, se cruzaban en su camino para que los pudiera admirar.

En sus oídos cayeron, gota a gota, una música que las entretelas le calaba y le hacía flotar. Entre los acordes se entretejían los susurros de una voz trémula que trataba de imponerse al volumen de la canción, y que lo conseguía apenas, pero no le importaba. Solo quería oírla cantar, sin importar el mensaje que le hacía llegar.

Contempló toda la isla, embarcado a la popa de un velero de alfil. Orzando en su interior, el viento sostuvo los rescoldos que iluminaban su vida insular. Columpiándose en las aguas de un mar sin fin, reposó su cabeza y cerró los ojos, pero no tuvo necesidad de soñar.  

Desde el fondo del mar, ascendiendo muy lentamente a la superficie, recordó todo esto y lo quiso olvidar. Pensó que era la mejor manera de que el verano siguiente fuese, al menos, igual.




domingo, 20 de junio de 2021

Vanitas


Sonaban las campanas mientras releía por última vez el documento que se disponía a enviar. Lo tomó como un buen augurio y aún con el corazón un tanto acelerado, acercó el cursor al botón de enviar, pero finalmente, se detuvo. Un repentino temor le impedía proseguir.


Su rostro se reflejaba en la ventana situada tras el escritorio donde se encontraba trabajando: una tez morena y fina, con grandes ojos redondeados, dibujaba una mueca que era casi una sonrisa. Una sonrisa de satisfacción, que anticipaba los anhelados parabienes de un futuro soñado que sentía ya acariciar con la punta de los dedos.


Se recostó sobre su silla con los brazos detrás de la nuca y contempló el inmaculado techo blanco de su despacho mientras permitía que su mente divagara libremente. Recordaba los malos momentos- joder algunos muy malos, se decía- y los buenos; las horas de trabajo y sobre todo la incertidumbre perenne que lo envolvía. Creía que había sabido conjurar todos los males que le asaltaron en el camino. Como un samurái aguerrido, con su katana terciada, había afrontado cara a cara al enemigo… Ojalá él hubiera sido así, confiado y resuelto como un guerrero, pero bien sabía que la duda y los momentos de debilidad habían sido los más; y sin embargo, lo había conseguido.


El timbre de la puerta lo sobresaltó. Ya había llegado, puntual como siempre. Tras invitarla a pasar advirtió que se había arreglado más de lo habitual: tacones y falda negra contrastaban con una blusa de un blanco virginal. A pesar de su estatura (un menudo cuerpo moldeado con manos sabias por el mar y el viento costero) su presencia se imponía allá donde se presentaba. Le miró de reojo mientras se ponía cómoda en el sillón de la ventana: adoraba ese rincón. 


-¿Entonces lo lograste?- le interrogó observándolo de reojo. Quizás temía que sus ojos, siempre sinceros, la delatasen y dejaran patentes, desde ahora y para siempre, la insana envidia que se interpondría entre ellos.


- Eso parece- fue todo lo que pudo añadir, mientras intentaba deshacerse del nudo que le atravesaba la garganta.


-Si te soy sincera nunca lo imaginé…te miro y sigo viendo al joven estudiante, más bien mediocre, perdido por los pasillos de la facultad y llegando tarde a las prácticas en el laboratorio. ¿Cuántas veces te tuve que ayudar? ¿Cuántas horas pasé, mano con mano, tu mejilla rozando la mía, enseñándote todo aquello que tu mente se negaba a asimilar?


-Bueno, ya lo sabes, siempre te estaré agradecido, sin ti jamás habría terminado. Y no por lo que me enseñaste sino, simplemente, porque necesitaba estar a tu lado, compartirlo todo contigo, también el rumbo de nuestra vida. Mi éxito también es tuyo, no lo dudes.


-No seas ingenuo…la gloria no se comparte, es así, ella te elige, te señala con el dedo, te envuelve y te lleva en volandas, pero sólo a ti; a partir de ahora ella será tu amante, una amante celosa que te acaparará sin remedio. Tenlo en cuenta.


Sin saber muy bien qué responder, un silencio pesado se extendió por la estancia. Ella seguía oteando el paisaje a través de la ventana abierta. Una suave brisa levantaba con gracia su cabello mientras los últimos rayos de sol coloreaban sus mejillas perfilando un rostro, a pesar de todo, de un tenue candor.


<<Respice post te! Hominem te ese memento!>>. El latinajo que ella soltó le obligó a volver a la realidad, un tanto molesto, porque ahora vendría la explicación que él no quería saber. Jamás fue capaz de memorizar ni una de esas frases lapidarias que ella tanto amaba. Era otra de sus rarezas que, en el fondo, le encandilaban. Pero hoy no era el día y la interrumpió veloz.


-Aún no he enviado el documento final ¿sabes? No he tenido fuerza. Estoy reteniendo ese momento e ignoro el porqué. Algo dentro de mí detiene mi mano, como si fuera el cuchillo de Abraham alzado sobre su hijo. ¿Es la mano de Dios la que me detiene? ¿o la del diablo? Te parecerá una estupidez, lo sé, pero era en lo que me debatía cuando llegaste.


-Nunca he sido una persona de fe, ya sabes. Lo que te sucede es que es más fácil soñar con alcanzar la gloria, moldearla a tu gusto en tu mente, que aceptarla plenamente, sin reservas; no todo el mundo es capaz. La gloria, el éxito, su felicidad inmanente, acaso también el amor, alcanzan su excelencia, su ideal platónico, soñando. Nada más. Fuera del sueño todo es vanidad.


<<Ya estamos, ya habló el oráculo>>. No sabía el motivo, pero sus palabras le iban rasgando poco a poco en su interior, abriendo un surco que intuía que pronto se convertiría en el Gran Cañón del Colorado. La miró a los ojos como toda respuesta y se dirigió a la cocina decidido. Una copa de vino les vendría bien. 


Desde la cocina escuchó el eco de sus tacones; se dirigía a su habitación. La siguió con las dos copas, aún vacías, en las manos. Vio cómo se inclinaba, sugerente en sus movimientos, y cómo aparecía en la pantalla de su ordenador Mensaje enviado; cómo se erguía orgullosa, con mirada dura y gesto suave. Incapaz de reaccionar, hipnotizado por su figura, recibió un cálido beso. Cerró los ojos, apretando los párpados, para no ver lo que ya sabía que iba a suceder: unos pasos alados robaban sus sueños de gloria sin molestarse en cerrar la puerta al salir.