lunes, 11 de mayo de 2020

Un rayo de luna


La luz suave del atardecer le acariciaba su mejilla rasgada. Desde la ventana, acomodado en su fiel butaca, podía ver las calles desangeladas de su muy querida ciudad. Nada sucedía allá fuera, apenas alguna paloma se dejaba caer por su calle de tarde en tarde. Ausencia, eso era lo único que podía percibir. Ausencia de vida, de ruido y de alegría. Ausencia de todo, que lo ocupaba ahora la nada.
El bar de Manolo, donde llegó a pasar tardes felices jugando a las cartas con su cuadrilla, en   << la partida>> como solía decir cuando salía de casa por las tardes, se sentía muerto y abandonado, como si el local también fuera víctima de una enfermedad. Así se veía él dentro de poco, cerrado, acaso también con una persiana metálica, quién sabía hoy en día, y conformando otra ausencia más, otro hueco en el viejo edificio, uno más. Juan Carlos, su vecino del 3ºA, era el último que se había marchado. Ni siquiera alcanzó el hospital. Del edificio le pudieron ver salir, encerrado en una bolsa de plástico, bajado poco a poco por la estrecha escalera, con cuidado de no rozar las paredes. Antes que él fue Agustina, en el bajo A; ah y también Antonio, su vecino de enfrente. Poco tardaría en tocarle también. Algo en su interior se lo decía. Pero no sentía nada especial. Se encontraba tranquilo, esperando paciente, como hacía en la cola del mercado, a que su número se iluminase en la pantalla y llegara su momento de ser atendido. En vez de Juanma, el frutero, o de Lola, la panadera, la imagen de la muerte, con su guadaña y todo, le esperaba para ser atendido... Se rio de sí mismo y de sus ocurrencias. Llevaba demasiado encerrado, necesitaba distracción.
En la estantería, encima de la televisión que ya apenas encendía, detrás de su foto de bodas, se encontraban los álbumes familiares, y qué mejor que recordar tiempos pasados para apurar su melancolía. Se aposentó de nuevo con el álbum entre las manos, y poco a poco, página a página, fue recordando que alguna vez fue feliz; que de pequeño compartía con sus padres y hermanos una olla, y que cuchara en mano se quemaba por no quedarse sin comer; que allá en el Sáhara, cuando la mili, vivió aventuras y contempló paisajes que ya nunca pudo perder; y que se casó y que era preciosa su mujer y nunca supo cómo consiguió que se enamorara de él, que era todo timidez; y bebió y bailó y tuvo hijos a los que dar de comer y para eso trabajó y trabajó... Pero todo ya se acabó.
Soñando despierto acabó dormido. Cuando de nuevo prendieron sus envidiados ojos azules, un rayo de luna iluminaba su salón. Sobrecogido se levantó para reponer el álbum en su hueco y de repente le vino una inspiración: sembró de ilusiones todo una vida y un rayo de luna con él se marchó.