miércoles, 23 de agosto de 2023

Era inevitable

 

«Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados». La melancolía le abrazó tan de repente que no reparó en ese olor hasta tiempo después. Sacudió la cabeza y prosiguió su camino, meditabundo, dejando que sus recuerdos reflotasen, empujados por la extraña fuerza encerrada en las almendras amargas.

Sus mudos pasos le arrastraron hacia un parque habitado por árboles centenarios y sabios, que escucharían sus recuerdos y le inspirarían la poesía del espíritu que su sombra cobijaba. Encontró un banco, húmedo y avejentado, en el que tomó asiento como si un confesionario le acogiera.

Permitiéndose unos segundos de descanso, se dedicó a contemplar de manera consciente el mundo que lo rodeaba: corredores adocenados jadeaban a paso ligero, como torrente por la vereda que discurría bajo los árboles; pájaros saltimbanquis pastaban entre las hojas del suelo; ladridos lejanos de una pelea perruna aliñaban la banda sonora que la circulación de coches siempre imponía en la gran ciudad; y a lo lejos, un parque infantil de columpios y toboganes coloreados, ocupado por niñostorero, que hacían lo propio con sus padres.

Levantó la vista al cielo, como buscando a Dios por allí escondido, para interpelarle con la mirada inteligente que solo tienen los perdidos. Se sentía un forrestgump de segunda, esperando a que alguien se sentase a su lado para narrar, cruda y sin aderezar, su vida, y cómo no, sus amores contrariados.

A falta de compañía, tanteó en su bolsillo y sacó el móvil: pin, galería de imágenes, para atrás, un poco más, el año anterior, no, no, el anterior, aquí estaban, las últimas que tenía: «quizá, si lo hubiera tirado al fondo del mar esto no pasaría joder…».

Sapos en forma de foto que había que tragar, y que, con la fruición de la bulimia sentimental, se disponía a engullir, uno tras otro, hasta vomitar.

Eran felices, in illo tempore, pero no lo sabían. Fue un amor natural, que creció sin que nadie lo notase, como lo hacen las flores, y solo fue patente ya en primavera, cuando floreció. Aun recordaba aquella serenata de ventana de lana, en la que lanzó a la luna versos romos que, por ventura, hirieron un corazón aun tierno.

La mudanza de ánimos que trajo el matrimonio se atemperó con la llamada a la reproducción. Sin embargo, no fueron ungidos con el don de la paternidad: reacia la naturaleza, se vieron obligados a columbrar el futuro desde una atalaya torcida. Recordaba como una época de ilusión desbocada aquella en la que recorrían clínicas de fertilidad escoltados por la infatigable esperanza; hasta que el problema quedó patente y la ilusión devino en mero fantasma.

Y entonces apareció ella. Inmarcesible en su juventud atómica, destinada a la desdicha ajena, infiltrándose como un súcubo en los sueños del desprevenido.

La primera vez que la vio peinaba coleta, dejando a la vista unos pendientes dorados y aun brillantes, escoltando un cuello de diosa griega que reclamaba besarlo con hambre y con sed. Adherida a ella, una falda sin color le impedía desplegar con determinación su zancada de atleta. Entre su rostro y los zapatos de tacón, un busto lleno de vida que solo podía contener un gran corazón. ¿Y qué decir de su cara? Mirarla le llevaba en oración a los profundos bosques, le zambullía en el lago helado que eran sus ojos y le resucitaba con el candor de una piel amuñecada hasta la porcelana. El ripio a su rostro lo escribía una mancha en la comisura, que le daba un toque tan humano a ojos del escudriñador.

 

De sus ojos a su cama terció un invierno alegre y ligero como nunca. La nieve le dio a su historia una luz especial, y el deshielo arrastró consigo los remordimientos y la duda. Pero apurada hasta el fondo la copa de felicidad que la vida le había brindado, se dejó atrapar en el vacío y la insatisfacción que precipitaban de aquella dicha pasajera. La plenitud sincera de su matrimonio se le mostraba ahora hermosa, pero la imaginaba ya marchita, áspera, enroscada como un erizo para que no se la pudiese tocar.

 Y mientras sentía su cielo volar lejos de él, contempló sorprendido una silueta que le resultaba familiar: por el camino que rodeaba el parque, bien cogida de la mano de un joven desconocido, paseaba despreocupada su mujer. De sonrisa serena se podía calificar ese rostro, o de paz y reposo, como solo se encuentra en el regazo del otro. Una media sonrisa se perfiló en su semblante: mal de muchos…consuelo de tontos.

«Pues muy tonto sería yo si no encontrara consuelo en esta luz del destino. Sabia es la vida que me permite perdonarla y perdonarme. El infinito al alcance de la mano…».

Mientras se levantaba decidió que sacaría un pasaje para dos en el vapor Nueva fidelidad. Él, Florentino Ariza, y su mujer amada, Fermina Daza, navegarían una y otra vez, río arriba y río abajo. Y él tendría la respuesta preparada a la cuestión que su mujer tendría que plantearle:

-      ¿Hasta cuándo podemos seguir en este ir y venir del carajo?

Y mirándole a los ojos, con serenidad y alegría le respondería:

-      Toda la vida.