martes, 22 de diciembre de 2020

Un pequeño belén

 En este rincón del mundo siempre nevaba por Navidad. Aquella víspera del 25 caían lentos los copos, como si supieran que esta noche las prisas no eran bien recibidas. El suelo blanqueado empezaba a reflejar las luces saltarinas que jalonaban las ventanas. La noche se embellecía por dentro y por fuera mientras lanzaba su deseo de paz y bien.

Este año, sin embargo, las calles se veían menos concurridas y más silenciosas. Los villancicos que iban de puerta en puerta, transportados por niños ruidosos que buscaban su aguinaldo, callaban encerrados en sus casas. Los cantos y zambombas no eran bien recibidos. Las puertas no se abrían y los sones navideños se dejaban en el felpudo.

En  el centro de una pequeña plaza se erguía un abeto enorme que todos los años se vestía de luces. Al pie del frondoso árbol aparecían, a primeros de diciembre, vendedores que montaban distintos puestos a su alrededor, un tanto sin orden, como a cada cual le parecía mejor, dando forma a una especie de zoco navideño, amontonado y caótico, pero encantador. 

Años anteriores, el pequeño de la casa, de la mano de su abuelo, daba vueltas y vueltas por todos los tenderetes, aguzando su olfato cual cazador en busca de una buena presa, hasta que hallaba la pieza perfecta para su belén. Tiraba de la manga del abrigo de su abuelo, insistente, cuando tomaba su decisión; y ya nada ni nadie le hacía cambiar de idea. Una vez en sus manos, corría a casa, se plantaba delante del belén con su nueva adquisición, y meditaba unos segundos hasta encontrar el sitio perfecto para colocarlo. Ya situada, se retiraba ligeramente, observaba concienzudo y, al fin, sonreía satisfecho.

 Pero este año no hubo tiendas alrededor del árbol. 

Desde la ventana, el pequeño observaba la nieve caer en su lento vaivén, lamentando las ocasiones perdidas en esta Navidad. Entre suspiro y suspiro algo le llamó la atención en la plaza donde brillaba el gran árbol navideño: parecía un puesto como los que habitualmente colmaban la plaza. ¿Era posible?

Bajó de un salto del sillón y corrió a buscar a su abuelo a darle la buena noticia. Pero de repente se detuvo. Meditó unos instantes con la lengua entre los dientes y la mirada perdida en el fondo del pasillo. Se giró lentamente, intentando no hacer ruido, descolgó su abrigo de la percha y, con todo el cuidado, abrió la puerta de la calle y salió sigiloso.

Fuera le recibió la noche más bella del mundo y agradeció la ocasión que aquel puesto solitario le daba para escapar. Mientras se acercaba observaba receloso al tendero  hasta que finalmente se plantó delante del puesto.

El tendero le miró por encima de sus pequeñas gafas, entre asombrado y divertido, al ver aquella pequeña figura que apenas asomaba por encima del mostrador.

- ¡Buenas noches pequeño!- saludó el tendero mientras dibujaba una sonrisa tranquilizadora.

- Buenas noches- respondió tímidamente.

- ¿No vienen tus papás contigo?

- No, bajé yo solo…- prosiguió el pequeño-. Lo vi desde la ventana…y quería darle una sorpresa a mi abuelo. Todos los años compro con él una figurita nueva para nuestro belén.

- Umm, ya veo.- Lo miró fijamente, examinándolo como un médico a su paciente, elevó brevemente la mirada al cielo pálido que les abrazaba, chascó la lengua fuerte, refrendando así su decisión, se dio media vuelta y reapareció con una pequeña figura en su mano.

- ¿Qué es? – preguntó rápido el niño sin poder aguantar su curiosidad.

- Es una pieza de un belén muy muy antigua… ¿Sabes? Cuenta la leyenda que uno de los pastores que acudió al portal de Belén, siguiendo la mágica estrella, era también un gran artesano de la madera. Quedó tan maravillado con la escena que contempló, que pasó muchos años después intentando que de sus manos saliera una imagen idéntica a la que presenció, y que de igual manera llenara de esperanza y alegría los corazones de todos aquellos que no tuvieron la suerte de vivir esa primera Navidad. Tanto trabajó, tanta fe puso en su empeño, tanto rezó, año tras año, sin fatiga ni descanso, que finalmente el milagro se obró… ¿Y sabes qué pasó?- continuó el tendero mientras el pequeño lo observaba sin pestañear-. Una noche, cuando ya el viejo pastor sentía cerca el fin de su tiempo, un ángel se apareció, y le entregó al incansable hacedor de belenes una gran pieza de madera, tosca y sin pulir, y le dijo: 

<< Talla de aquí, buen pastor, la imagen que llevas impresa en tu corazón para que jamás se olvide y quien la contemple en Navidad vea cumplir el más fuerte deseo de su ilusión>>.

 Sin perder tiempo, cogió sus viejas herramientas y comenzó su labor. Tres días y tres noches, sin descanso, estuvo trabajando con la madera hasta que pudo terminar. Y fue tal su alegría cuando ya acabado lo observó, que satisfecho se tumbó a dormir a sus pies, y ya nunca despertó. El regalo que el buen pastor le hizo al mundo se fue poco a poco dispersando, pasando de mano en mano, ajenos todos sus poseedores del valor inmenso de aquellas figuras de madera. Pero una de ellas, la más insignificante y en la que nadie se fijó, la de un pequeño pastorcillo, se la había guardado para sí el más pequeño de la familia del pastor. Y la guardó siempre con cariño, como el mayor tesoro de su hogar, y fue pasando de padres a hijos…hasta hoy. Haz tú igual pequeño, guárdala con cariño y siempre serás feliz en Navidad.

Sin dejar de mirarle a los ojos, el pequeño cogió al pastorcillo, un tanto aturdido por la historia que acababa de oír. No le dejó pagar el tendero y le despidió con una sonrisa y un breve adiós.

Voló el pequeño sobre la nieve y entró en casa tan silencioso como había salido. Nadie parecía haber notado su pequeña fuga.

Delante del belén, sonriente, colocó al pastorcillo en un sitio de honor. El salón resplandeció, y al girarse, sentado tranquilo en su butaca le observaba su abuelo. Con lágrimas en los ojos corrió hacia él y le abrazó.









domingo, 26 de julio de 2020

La villa esperada

Recios vientos recorrían sus calles y recios hombres habitaban sus casas. Casas ajadas, hastiadas de tanta intemperie, soportando en sus muros demasiados siglos. Siglos que fueron pasando, a veces con sigilo y a veces con ahínco. Ahínco que sostuvieron sus almas, en la guerra y en la paz, en la vida y en la muerte. Muerte presente, siempre a la vista, en la cumbre de una colina, que alzaba su mirada lejos, muy lejos, hacia el mar. Mar ausente de sus miradas pero presente en sus corazones. Corazones puros que pudieron amar cuanto quisieron. Una Villa como otra cualquiera. O como ninguna otra, según quisiéramos mirarla.

Al llegar, nos recibió con su torre coronada de una luna nevada. Ya soñolienta, quizás cansada del largo día de verano, nos acogía aun así suave entre sus brazos. Cantaban sus calles arrullos nocturnos que tenues acariciaban tus entrañas. La brisa noctámbula vagaba de calle en calle, trayendo olvidados recuerdos de un campo suspirado con esmero en nuestra infancia. Siempre atenta y educada, no permitía que nos recogiéramos sin que algún vecino rezagado nos diese las buenas noches, afectuosas y generosas, como solo aquí saben darlas.

Desde la gran ciudad, los caminos discurren lentos, se van desenredando, reacios a que alguien los recorra. Se estrechan y retuercen, se pierden entre dehesas y suben a las montañas, entre vueltas y revueltas; incluso a veces, temerosos sin duda, se adentran como mineros afanosos en la oscuridad de la tierra. Son caminos que como pruebas te preparan para aceptar tu destino, dejando en cada curva, en cada subida, en cada pueblo atravesado, una parte de tu alma manchada, y cuando llegues, limpio de pecado urbanita, poder aceptar la dicha suspirada.

Cuando el viaje acaba, como todos los veranos, al cruzar la cancela que chirriando nos da la bienvenida, redoblan en nuestros corazones las campanas que anuncian la Ítaca olvidada.

Un viaje reducido

Cuando Goyo Sanz despertó aquella mañana después de un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso virus. Su pequeñez inimaginable le abrumaba, pero a la vez se sentía ligero, capaz de elevarse, abandonado al destino y al arbitrio del más mínimo soplo de aire. Por algún motivo, a pesar de su insultante nimiedad, se sentía peligroso, sabedor que nadie le iba a toser. Se sonrió de su gracia, sin saber aún cómo leches  podría sonreírse un ser cómo él. Es más, ni siquiera sabía si estaba vivo, se presentía más como un zombi, o un fantasma quizá, entre la vida y la muerte, pero ni en una ni en otra, pura indefinición de ser. Aunque tenía que reconocer que la indefinición metafísica no le era ajena, tampoco, en su vida previa.

Sentía una fuerza en él que le empujaba a buscar cobijo, aunque no sabía dónde, y una vez encontrado acomodo, a reproducirse. Oh, reproducirse. Nunca esa palabra le había provocado semejante escalofrío. El Goyo no microscópico tenía un hijo, por lo que la reproducción biológica no era nueva para él. Pero ahora mismo, en su estrenada monstruosidad, reproducirse lo era todo para él ¡no podía pensar más que en eso! Y para ello necesitaba moverse. Viajar sin parar. El mundo y sus posibilidades eran inmensas para un ser tan sumamente reducido.

Impelido por su instinto tuvo que apartar las meditaciones que le ocasionaban su nuevo estado y decidió centrarse en lo importante. Dejarse llevar, coger una buena corriente de aire, y viento en popa navegar hasta el buen puerto de una célula agradable donde echar el ancla. Decidido por tanto, casi sin darse cuenta, salió velozmente, empujado no sabía muy bien por qué, y con rumbo desconocido, hacia su nueva vida. Extrañamente (como si la situación no lo fuese ya suficiente) mientras viajaba por la infinitud de su habitación, se sentía más vivo que nunca. Tenía una misión y daría la vida por cumplirla. Con lo que el nuevo Goyo no contaba era con la vida de los demás. La fuerza que le hacía desplazarse un poco hacia  todas partes, no era otra que la respiración sosegada de su mujer, que ajena aún al nuevo estado de su marido, continuaba durmiendo profundamente, sin imaginarse si quiera el peligro microscópico que la acechaba. Poco a poco, entre cada inhalación y espiración, como si de olas de un mar en calma se tratase, el flamante virus se iba aproximando a la boca entreabierta de su mujer.

Goyo, mientras, disfrutaba del viaje, de sus vaivenes, de sus vueltas y más vueltas, del ir y venir, del subir y bajar. El día previo a su conversión, y un poco a regañadientes, por el bien de la familia, había cancelado sus vacaciones. Las playas de Cádiz tendrían que esperar, un año más. Antes de su sueño intranquilo, estuvo dando vueltas en la cama, preso del calor y del tedio adelantado de un verano entero sin salir de Madrid. No había nada peor, pensaba entre vuelta y vuelta, que cancelar unas vacaciones de verano tan solo unos días antes de que llegaran. Por eso ahora, mientras vagaba libre por la atmósfera, ligero como un astronauta en el espacio, se reconciliaba con sus ansias de viajar.

Absorto en su felicidad vírica no percibió la entrada bucal al cuerpo de su mujer. Lo iba a conseguir, pronto su ADN se expandiría, rindiendo célula tras célula, conformando su imperio microscópico. Asumía sin mayor remordimiento lo dañino que podía ser este proceso de conquista. Pero sabía que él ahora era así, no podía ser de otra manera, no quería ser de otra manera. Su imperativo biológico no era discutible. Él era un virus y tenía que infectar. Tenía el mismo derecho que cualquier otro ser vivo del planeta a ser como era y a actuar e interactuar y nadie podía negárselo.

Su primera célula fue como su primer amor: difícil pero inolvidable. La catarsis súbita que le sobrevino le reconcilió con la vida; y con su deseo insatisfecho de viajar.

Sabía que ahora sí, sin necesidad de reservas en hoteles y sin fulminar todos sus ahorros, acabaría viajando por toda España. Si no él concretamente, al menos sus descendientes.

lunes, 11 de mayo de 2020

Un rayo de luna


La luz suave del atardecer le acariciaba su mejilla rasgada. Desde la ventana, acomodado en su fiel butaca, podía ver las calles desangeladas de su muy querida ciudad. Nada sucedía allá fuera, apenas alguna paloma se dejaba caer por su calle de tarde en tarde. Ausencia, eso era lo único que podía percibir. Ausencia de vida, de ruido y de alegría. Ausencia de todo, que lo ocupaba ahora la nada.
El bar de Manolo, donde llegó a pasar tardes felices jugando a las cartas con su cuadrilla, en   << la partida>> como solía decir cuando salía de casa por las tardes, se sentía muerto y abandonado, como si el local también fuera víctima de una enfermedad. Así se veía él dentro de poco, cerrado, acaso también con una persiana metálica, quién sabía hoy en día, y conformando otra ausencia más, otro hueco en el viejo edificio, uno más. Juan Carlos, su vecino del 3ºA, era el último que se había marchado. Ni siquiera alcanzó el hospital. Del edificio le pudieron ver salir, encerrado en una bolsa de plástico, bajado poco a poco por la estrecha escalera, con cuidado de no rozar las paredes. Antes que él fue Agustina, en el bajo A; ah y también Antonio, su vecino de enfrente. Poco tardaría en tocarle también. Algo en su interior se lo decía. Pero no sentía nada especial. Se encontraba tranquilo, esperando paciente, como hacía en la cola del mercado, a que su número se iluminase en la pantalla y llegara su momento de ser atendido. En vez de Juanma, el frutero, o de Lola, la panadera, la imagen de la muerte, con su guadaña y todo, le esperaba para ser atendido... Se rio de sí mismo y de sus ocurrencias. Llevaba demasiado encerrado, necesitaba distracción.
En la estantería, encima de la televisión que ya apenas encendía, detrás de su foto de bodas, se encontraban los álbumes familiares, y qué mejor que recordar tiempos pasados para apurar su melancolía. Se aposentó de nuevo con el álbum entre las manos, y poco a poco, página a página, fue recordando que alguna vez fue feliz; que de pequeño compartía con sus padres y hermanos una olla, y que cuchara en mano se quemaba por no quedarse sin comer; que allá en el Sáhara, cuando la mili, vivió aventuras y contempló paisajes que ya nunca pudo perder; y que se casó y que era preciosa su mujer y nunca supo cómo consiguió que se enamorara de él, que era todo timidez; y bebió y bailó y tuvo hijos a los que dar de comer y para eso trabajó y trabajó... Pero todo ya se acabó.
Soñando despierto acabó dormido. Cuando de nuevo prendieron sus envidiados ojos azules, un rayo de luna iluminaba su salón. Sobrecogido se levantó para reponer el álbum en su hueco y de repente le vino una inspiración: sembró de ilusiones todo una vida y un rayo de luna con él se marchó.