domingo, 26 de julio de 2020

La villa esperada

Recios vientos recorrían sus calles y recios hombres habitaban sus casas. Casas ajadas, hastiadas de tanta intemperie, soportando en sus muros demasiados siglos. Siglos que fueron pasando, a veces con sigilo y a veces con ahínco. Ahínco que sostuvieron sus almas, en la guerra y en la paz, en la vida y en la muerte. Muerte presente, siempre a la vista, en la cumbre de una colina, que alzaba su mirada lejos, muy lejos, hacia el mar. Mar ausente de sus miradas pero presente en sus corazones. Corazones puros que pudieron amar cuanto quisieron. Una Villa como otra cualquiera. O como ninguna otra, según quisiéramos mirarla.

Al llegar, nos recibió con su torre coronada de una luna nevada. Ya soñolienta, quizás cansada del largo día de verano, nos acogía aun así suave entre sus brazos. Cantaban sus calles arrullos nocturnos que tenues acariciaban tus entrañas. La brisa noctámbula vagaba de calle en calle, trayendo olvidados recuerdos de un campo suspirado con esmero en nuestra infancia. Siempre atenta y educada, no permitía que nos recogiéramos sin que algún vecino rezagado nos diese las buenas noches, afectuosas y generosas, como solo aquí saben darlas.

Desde la gran ciudad, los caminos discurren lentos, se van desenredando, reacios a que alguien los recorra. Se estrechan y retuercen, se pierden entre dehesas y suben a las montañas, entre vueltas y revueltas; incluso a veces, temerosos sin duda, se adentran como mineros afanosos en la oscuridad de la tierra. Son caminos que como pruebas te preparan para aceptar tu destino, dejando en cada curva, en cada subida, en cada pueblo atravesado, una parte de tu alma manchada, y cuando llegues, limpio de pecado urbanita, poder aceptar la dicha suspirada.

Cuando el viaje acaba, como todos los veranos, al cruzar la cancela que chirriando nos da la bienvenida, redoblan en nuestros corazones las campanas que anuncian la Ítaca olvidada.

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