Siempre son las historias que oímos de pequeños las que
nunca nos abandonan. Recuerdo cuentos, leyendas y, cómo no, también relatos de
la Biblia: historias de un tiempo antiguo, duro y hermoso a la par, pero
extraño y ajeno al hombre actual.
- -...y fue entonces- decía el profesor- cuando
Adán y Eva vivían dichosos en el Paraíso, que el Mal, en forma de serpiente,
se apareció ante ellos, y apelando a su ego, les convenció para que comieran
del fruto del árbol que Dios les había prohibido. Seréis como Dios, les había
prometido la serpiente…
Rememoraba con melancolía esta historia mientras me
encaminaba con desgana a mi cita. En aquella ocasión perdimos el Paraíso.
Expulsados sin remedio, para la eternidad, sometidos a un castigo riguroso,
ejemplar. Ejemplar; esa era la palabra que rondaba mi cabeza. Esta narración
consistía en una historia ejemplarizante, una suerte de profecía que el
acontecer humano pudiera llegar a ver cumplida. Como un aviso a navegantes,
como un faro que señala siempre el peligro cierto que se halla bajo él. El ser
humano puede creerse todopoderoso, su ego irrespetuoso no osará nunca temer el
futuro, pero a la postre, solo conseguirá ser expulsado del Paraíso, su único y
verdadero hogar.
Me sentía bastante pesimista. En el fondo siempre lo había
sido, quizá sin causa real. Vivía en el llamado primer mundo, había
tenido una buena educación, había conocido mundo, y mi empleo actual me
permitía disfrutar de los pequeños lujos de la clase media urbanita. Y aun así,
una tímida atmósfera de inquietud se iba haciendo presente, paulatinamente, sin
demandar demasiada atención, pero que poco a poco dejaba notar un poso que
enturbiaba la claridad de un alma con fe. De una fe en el hombre y en su futura
permanencia en la Tierra.
Seguía caminando. Mi mirada caía al suelo, involuntaria, y
me impedía percibir la multitud que se apretaba más y más a la entrada. Cuando
quise darme cuenta ya formaba parte de ella, me diluí entre mis semejantes como
lo hace una gota en el mar, lo individual dio paso a lo múltiple, me sentí
parte de algo común, mayor y más poderoso. Supuse, a pesar de mi pesimismo, que
era una sensación adecuada, quizás incluso necesaria, para comenzar la tarea.
Gota a gota, la multitud atravesaba la entrada, y gota a
gota, la lluvia empezaba a caer sobre nuestras cabezas. Una lluvia que se hacía
intensa, fuerte y perentoria. ¿Y si fuera así, realmente? ¿Y si no parara?
Podría empezar a llover hoy, como otro día más, como tantas veces hemos visto
que sucede, sin más. Un hecho natural, cotidiano y necesario. Y continuar,
jornada tras jornada, semana tras semana. ¿Cuándo empezaríamos a preocuparnos?
¿Después de dos semanas? ¿De un mes? ¿De dos? Sería una auténtica llamada de
atención. Todas la minucias que nos abruman y apenan sin descanso; las luchas
que se expanden por doquier; celos y envidias; deudas y pagos; penas y
juicios…todo, absolutamente todo, sería de repente nada, absolutamente nada.
- - …haré llover sobre la tierra durante cuarenta
días y cuarenta noches – relataba de nuevo el profesor- y tú Noé construirás un
Arca donde recogerás una pareja de cada especie…
Nihil novum sub sole, pensé. La tradición, ese saber
de nuestros ancestros, esa respuesta a preguntas ya olvidadas, un conocimiento
que surge de lo más hondo y recóndito del hombre, nos interpelaba desde nuestro
remoto pasado: ya hubo Cambio Climático, sus consecuencias fueron horribles.
Pasará de nuevo, tal vez. Y, tal vez, también, seréis expulsados del Paraíso.
Por fin, tras los trámites de rigor, conseguí cruzar la entrada.
Ya estaba pues en la Cumbre del Clima en Madrid. Quizás, me dije con
resignación, sea nuestra última ocasión. Y si no todo cambiará.